Hoy, finalmente, tiré la espada ante mi mayor enemigo.
Un monstro gigante, de siete cabezas y un tronco podrido.
Bajé los brazos y caí de rodillas
en un césped acuarela que parece girar a contrarreloj.
No me pude desencallar aún del lodo de las oraciones,
de los poemas inconclusos que se enroscan en mi cuello,
ni de esas canciones que resuenan en mi cabeza
como piedras en un frasco de vidrio a punto de
quebrarse.
Estoy llena de grietas.
Las heridas, finalmente, quedaron expuestas
al destaparse una última fallida esperanza
cobijada en una promesa de sábado
para una charla que jamás ocurrió,
hasta desvanecerse por completo hoy.
Me volví ermitaña durante casi dos meses.
Aprendí sobre la paciencia y la introspección.
Esas reinas que no eran inalcanzables como pensaba.
Admito que le tuve tanto miedo a la oscuridad,
al silencio y a la desolación.
En noches en las que mi mente en desespero
repasaba, al ritmo de un marcapasos,
el ciclo de una gardenia.
Desde su amanecer,
su suave aroma que permaneció durante seis inviernos
hasta volverse rancia.
Parece que no he muerto aún.
Sigo respirando,
mi pulso no desfallece a pesar de la limerencia.
Hay rostros que me sonríen como si nada pasara,
intentando convencerme de que así es,
de que sigo viva y que debo dar gracias.
A decir verdad, no es que algo haya cambiado, en
realidad.
Las madrugadas siguen llenas de insomnio,
me abrazo a paredes frías
en las que resuena el eco de plegarias absurdas.
Y las mañanas son exactamente iguales entre sí;
un mate, una noticia trágica, una manzana, un café
y un calendario que ya no está marcado en el día uno.
Excepto por "eso" que ya no está.
Me pregunto si en algún momento existió todo aquello en lo
que creía.
Suelo flotar de vez en cuando en un trance de
irrealidad.
He intentado conectar con mis raíces,
con mis pequeños sueños,
con ese Dios que me salvó tantas veces de caer al
vacío.
Pero es un señor muy ocupado,
seguramente por eso aún no me responde.
Hasta hoy me abstuve de escribir un poema concluyente,
a la espera de no sé qué, de algo.
Pero ya llegó su tiempo.
Me dicen que los finales realmente son comienzos.
Yo quiero creer que sí.
Antes pensaba que los finales eran felices.
Qué zoncera.
Mientras tanto, voy reverdeciendo
entre letras de trovas sepulcrales,
como si su candidez recorriera mis venas,
en medio de la escarcha que recrudeció el jardín
hasta hacerme valorar las hojitas nuevas de septiembre.
Y es que el despertar de un coma inducido me inmoviliza
todavía,
pero camino sostenida con fuerza,
en huesos rotos que se están volviendo de platino,
tal como siempre me lo exigían.
En algún momento decidí emprender mi propio viaje
astral
sin el cordón de plata.
En esta reminiscencia de mi mundo interior,
ese pequeño paisaje colorido
que había cubierto de cemento y cal
para encajar en un cementerio,
con timidez se asoma nuevamente.
La melancolía se volvió ese huésped inesperado
que vino a vacacionar
y finge demencia para no irse,
y a mí me apena echarla a la calle.
Y en este pozo sin fondo,
estoy abrazando con fuerza un dolor
que me permitió soltar un sufrimiento agonizante en el que desaparecía.
Después de todo, no era tan débil.
Parece que sí había algo valioso dentro de mí,
una sinrazón que pude rescatar.
Y esta fuerza interior,
esta pequeña chispa
que ponía resistencia a tantas incongruencias y
desprecios,
a la devaluación, a la manipulación,
a la indignidad a punto de normalizarse;
esa intuición que debía ser "tratada" para evitar incomodar a otros,
hoy se volvió mi fuerza y me puso a salvo.
Eddy Raquel Ortiz
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